Estaba enamorado de ella. Le había hecho tanto caso hasta entonces en cuantas consignas me había dado sobre cómo comportarse bajo los efectos del LSD, que por poco me arrojo confiadamente al vacío desde lo alto de la Tour Eiffel. Pero algo en el último momento impidió que me creyera que podía ir mentalmente frenando mi cuerpo en la caída. Y ese algo, aparte de una intervención a tiempo de mi inteligencia natural, fue el descubrimiento de que Kikí era monstruosa, pues, sabiendo como sabía que el ácido abre brechas peligrosas en nuestra mente, buscaba sin tapujos que yo me matara. Vi que ella no sólo no me quería nada, sino que con sus palabras buscaba desembarazarse de mí, tal vez porque quería quedarse con el poquísimo dinero que tenía en la buhardilla, o tal vez simplemente porque yo, tal como últimamente venía sospechando, le resultaba odioso. Por suerte, la ironía acudió en el último momento en mi auxilio y desarrolló en mí una prudencia egoísta que me inmunizó da la voz asesina y persuasiva de la terrible Kikí
Enrique Vila-Matas
París no se acaba nunca
(Todos hemos tenido una Kikí en nuestra vida)
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