Seguía sonando la alarma todas las mañanas a eso de las seis. Estaba apagado y seguía sonando, así como lo leen. Yo andaba loco y zombi, tratando de apagarlo, la habitación a oscuras y las pestañas pesadísimas. Pero si estaba apagado, le decía yo a ella. Y ella que girando, hundiéndose en la almohada me decía que no, que si, que apagara el móvil, que no jodiera desde tan temprano, que hay que ver.
El móvil no era mío, ni de ella. Fue un préstamo que le hizo un amiga. Ella lo uso poco más que una semana y entro al cajón para no salir nunca más: no se lo pudo devolver. Se dijeron perra y puta, se cancelaron en las redes sociales y se dedicaron a hablar mal la una de la otra durante algún tiempo. La otra se quedo con unas rayban, así que esta claro quien salió ganando.
A mí ya me costaba volverme a dormir. Me ponía a pensar en lo raro que era lo del teléfono y un segundo después ya estaba en 1989 o en Bogotá o en Madrid. Eso que llaman memoria. O recuerdos. O invenciones. A saber, yo lo que tenía era sueño. Pero poco podía hacer, no sabía ni el pin, ni el puk, ni nada de nada. Además, ya se los dije: el móvil, el puto móvil, estaba apagado.
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