Me había despertado con ganas de hablar del partido, de la victoria, del gol, del once fabuloso que alineábamos. Pero no pude, me fui quedando mudo.
El metro estaba casi vacío. Yo miraba el periódico una y otra vez, a ver si habían cambiado las noticias, pero seguían impresas las mismas. Pensé que no era jueves que era domingo, que me había quedado dormido tres días, que no podía ser, que como así, que qué era esto.
Los pocos que deambulábamos por la facultad preferíamos no buscar los ojos de los demás. Mirábamos el gris de las paredes para tranquilizarnos. Ese gris carcelario tan calmante, tan nada, tan perfecto para anularte. Hermoso gris, signo de los tiempos.
Alguien empezó a decir que había que ir a la plaza, a una concentración, a un minuto de silencio. Fui y me encontré con el primo de un amigo. Nos alegramos de vernos. Al terminar el minuto, no fue un minuto: fueron horas, nos fuimos a dar otra vuelta por si veíamos a alguien.
Fuimos al metro. Ese metro ruidoso, esa línea sin modernizar. Nos despedimos moviendo la cabeza. El ruido iba y venía, cada tres minutos en hora punta. Volví pensando que el Once ya no sería el once fabuloso, que me habían, que nos habían jodido el once para siempre.
En el camino supe que era mi Casa.
Que el Ruido siempre volvería.
Que la Nada ocupa mucho lugar.
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