Capítulo 1.
De como tuve un acercamiento a una cultura milenaria
Me debió despertar el grito. Algo en chino. O
eso me pareció entender mientras intentaba recomponerme de ese sueño demasiado
profundo. El traqueteo, la solana, el primer tren de la mañana, un largo viaje
y mucha noche. Tenía todos los números para caer. Ni siquiera debí llegar a la
media página leída antes de quedarme dormido. Tras el brusco despertar,
realmente, me estaba costando recomponerme (lugar-hora-día).
Un pequeño tragar de saliva, un intentar
incorporarme, acomodar el libro que tenía en el regazo en el asiento de al
lado, buscar, sin éxito, el marca páginas, estirarme los vaqueros y por último,
tratar de adivinar mi situación mirando a través de la ventanilla. (Ejercicio
inútil: el cristal proyectaba la misma viñeta, el mismo paisaje, los mismos árboles
y pastos, sin interrupción, en sesión continua).
El chino ya había bajado el volumen. Pero seguía
repitiendo lo mismo, como un autómata, sin pausas ni inflexiones en la voz. Si
alguien hubiese entrado en ese momento en el vagón, sin duda, hubiese pensado
que se trataba de algún tipo de oración, de algún mantra. Para los que
estábamos allí eso era imposible. Me giré buscando una mirada cómplice, alguien
con quien compartir esta idea. Pero para mí intranquilidad me encontraba a
solas con él.
Y el chino, que ya me vio despierto, siguió a
lo suyo. Pero además mirándome a los ojos. Yo, en cambio, miraba sus labios,
intentado adivinar, buscando un molde para sus sonidos. Y aunque alguna cosilla
me pareció entender, tal vez ti, tal vez ja, lo que decía, el conjunto, seguía
estando en el limbo, fuera de toda comprensión. Sin saber muy bien como, me
encontré moviendo la cabeza como quién dice si, pero lo que realmente hace es
pedir clemencia o, tal vez, perdón.
Una simple ojeada bastaba para descubrir que
él también se había quedado dormido. Un mechón rebelde lo delataba. Este
parecía responder a una voluntad propia, ajena a la de su dueño, ya que tenía
un movimiento alegre y saltarín, casi cómico, que contrastaba con la seriedad
en el rostro y el terror alojado en sus ojos.
Como esas canciones que no hacen más que radiar
hasta que te ves repitiendo un absurdo e incomprensible estribillo en inglés,
la letanía del chino había adquirido una familiaridad para mí y con algo de
esfuerzo hubiese podido repetirlo, como en un karaoke. Ya estaba seguro de
reconocer alguna sílaba (ba, ja). Pero el mensaje real, seguía siendo
incógnita.
Lo único que pudo callarlo, reventando la
monotonía del zumbido, fue la voz pregrabada que anunciaba la llegada a una
nueva estación. Como es habitual en estos casos, la voz sonó metálica y
crujiente, algo baja y muy lejana. Solo pude escuchar con nitidez el final de
la grabación, “Xátiva” y luego un largo pitido.
Y entonces, como si hubiese sido el
pistoletazo de salida, el chino se volvió loco. Otra vez volvió a gritar,
repitiendo una y otra vez los mismos sonidos pero insuflándolos de un nuevo
tono, convirtiéndolos en algún tipo de
alegre oración o tal vez algún mantra milenario que lo transportaba al éxtasis.
Se levanto de un salto, más bien un saltito,
que neutralizo al mechón rebelde, que juicioso se alisó. Se bajo entonando su
canción, como un disco rayado diría alguno (ja-ti-va-ja-ti-va-ja-ti-va) con el
gozo del que se recompone (hora-día-lugar) y descubre la habitación familiar,
el rostro conocido.
Madrid,
Octubre de 2011