El ruido me hizo asomarme a la puerta. Miro hacia arriba, la calle es en cuesta. Veo a un señor cogido de la mano de un niño bajar corriendo. Padre e hijo, pensé. Pero no solo ir de la mano dificultaba la postura del padre, también el ímpetu del niño, un verdadero kamikaze, un Speddy González que intentaba correr más deprisa que lo que sus pequeñas piernas permiten. El padre intenta frenarlo. Cuando están como a media calle de distancia, es cuando descubro el verdadero motivo, la razón de la extraña postura del padre. Es un bastón, un bastón de ciego.
El niño no cede e intenta correr más y más. Y entonces sucede. Se caen al suelo y se dan un trompazo tremendo, caen con estrépito y no sin cierta comicidad (aunque sé que esta Prohibido reírse de un ciego que se cae). Se levantan y continúan su camino. El niño ya no corre y el padre ya no lo frena.
Esto sucedió en la calle del Olmo en Madrid. Cuando busco la moraleja no la encuentro. Y cuando creo encontrarla me da un ligero escalofrío.
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