Algunos decenios antes un eximio filósofo alemán había anunciado la muerte de Dios, pero a estas remotas montañas de Antioquía todavía no había llegado la noticia. Con un retraso de más de medio siglo, Dios agonizaba también aquí, o algunos jóvenes se rebelaban contra Él y trataban de demostrar con escándalos (los poetas nadaístas, por ejemplo, hacían colecciones de hostias consagradas, y tiraban pedos quimicos en los congresos de escritores católicos) que a el Omnipotente le tenía sin cuidado lo que ocurría en este valle de lágrimas pues los rayos de su ira no castigaban a los réprobos, ni los favores de su gracia llovían siempre sobre los buenos.
Hector Abad Faciolince
El olvido que seremos
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