La levantó, y ella empezó a retorcerse en sus manos.
- Pártele el cuello - le dije.
- Tengo una idea mejor -dijo-. Antes de matarla, déjame que al menos sosiegue su avance hacia la muerte.
Se sacó la botella de oporto del bolsillo, desenroscó el tapón y dejó caer un buen chorro en la boca de la trucha.
A la trucha le entraron espasmos.
Su cuerpo se estremecía rápidamente, como un telescopio durante un terremoto. La boca premanecía abierta y castañeaba como si tuviese dientes humanos.
Colocó la trucha en una piedra blanca, la cabeza colgando, y parte del vino goteó de su boca y manchó la piedra.
La trucha estaba ahora muy quieta.
-Murió feliz -dijo.
-Esta es mi oda a Alcohólicos Anónimos
Richard Brautigan
La pesca de trucha en América
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