Las cosas fueron así: Obama estaba en Berlín y había trillones de policías y vallas para impedir el paso. Pero nosotros íbamos caminando despistados, revisando el mapa cada media calle, pisando fuerte, zapateando: hacía un frío digno de los Montes de Kolima y la niebla no nos dejaba ver más allá de cinco o diez metros. Y en esas, medio perdidos, nos vimos cruzando la puerta de Bradenburgo. La puerta vallada y nosotros solos, imperiales, inmensos. La niebla, el ruido de las sirenas, el frío, las columnas. Ni siquiera la Pervitina nos hubiese llevado a un estado de euforia semejante. Todo lo leído estaba allí, en nuestros pasos vacilantes al cruzar por debajo, en la nariz fría que se resiste a respirar con fuerza. No hay sorpresas. La ciudad es nuestra. Y entonces grite, un lobo. Y ella riendo dijo no, es un zorro. Y yo, que ya sabía que era un zorro, dije otra vez, un lobo, un lobo. Y no le hicimos fotos ni nada mientras desaparecía en el bosque y la niebla nos envolvía por completo como queriendo ayudarnos, diciéndonos por donde nos podíamos perder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario