lunes, 2 de abril de 2012

Indigestión

El ligero malestar, en principio confundido con una indigestión, con el exceso alcohólico del fin de semana, con las emociones últimas, su cumpleaños, cambios de trabajo, fue tornando, en una inminente necesidad de llorar. 
Aquello era extraño, un dolor de tripa que se transformaba en unos ojos acuosos y un tembleque constante en la barbilla, en un escalofrío que se iba afianzando y que dejaba de ser un animalillo que le recorría la espalda para quedarse junto a él, a su lado, como un perro bien entrenado. 
Surgieron hipótesis chuscas, soluciones inverosímiles. Le hablaron de mil remedios y ciento una curaciones. Probo con algunas, inventó otras y descartó más de una porque, incluso él, las consideraban descabelladas. Al final y como resultado, el perrito seguía fiel a su lado. 
La necesidad de llorar, la explicaba como "tener los ojos muy rellenos". Y entonces parpadeaba a una velocidad de vértigo, batiendo un récord mundial seguramente, para seguir con un guiño alterno, una, dos, cinco veces y finalizar con un cerrar de ojos apretadísimo, que surgería el paso del tiempo, arrugas futuras, aún inexistentes. 
Al terminar el ritual, siempre lo hacía igual, como poseído, como víctima de algún desorden neurológico, al terminarlo se quedaba con una cara de pena tremenda. Y con los ojos aún más rellenos, suponemos, ya que no lo vieron llorar.

(Entonces:
se iba a casa, a veces ni siquiera podía esperar el corto trayecto y lo revisaba en su móvil, y comprobaba como el color rojo sobre el azul no aparecía, no le avisaban sobre nada, ni mensajes, ni toques, ni cambios de estado. Y no le quedaba más remedio que acariciarle el lomo al perrito) 


The Artwoods
Don't Cry No More

1 comentario:

Francesc Bon dijo...

¿Por qué me recuerda este relato el tema del perrito que sale en cierta novela de Houellebecq?