Por algún extraño motivo pensé que el viaje me llevaría a otro sitio. Y claro que me llevo a otro sitio, a otros sitios, un total de 1800 kilómetros por carreteras de todo tipo, podría decir. Pero es claro que pensé que me llevaría a otro sitio, a otro lugar.
Acostumbrado a viajar desde la comodidad de mi Loft imbuido en la lectura, pensé que el Viaje sería una bofetada de experiencias bárbaras que dispararían mi adrenalina, que me llenaría de sensaciones vitales, que me harían mudar, me harían dejar la piel que llevo desde hace algunos años para convertirme en ese otro, en ese otro que me gustaría encontrar por la mañana al mirarme al espejo.
Pensé que al llegar recibiría la Iluminación. Cuestión de fanatismo, cuestión de fe. Pero la realidad, que se intuía mientras viajábamos, mientras la gasolina se consumía y las estaciones de servicio, dejaban paso a otras estaciones de servicio, iba tomando forma, la Forma del No. El Camino de la Iluminación, aquel Viaje Iniciático iba camino de convertirse en un fracaso monumental, en una pifia, en un error de cálculo. En mi Waterloo.
Cuando llegamos, un pueblo tan lleno de rotondas como tantos otros, las preocupaciones por encontrar la playa, por no atropellar a algún turista, por no perdernos, dejo liberada mi mente de la inminente sensación de derrota que se manifestó en forma de nubarrones de azul oscuro ("como un pulmón hundido en una tina llena de tinta negra").
Nos descalzamos y caminamos por la playa desierta hasta que el agua nos mojo los pies. Un agua helada la de Blanes, dije. Ella me respondió, tan helada como la de cualquier otro sitio. Y luego pensé que el calor de su aliento, que ese calor no lo encontraría en ningún otro sitio. Ha valido la pena, dije.