lunes, 24 de febrero de 2025

Cilantro (Cuando Satanás me hizo comprender el sabor del Tofu)

Mi primo llevaba un buen rato explicándome las maravillas y magnificencias del tofu, alimento del cual yo ni si quiera había oido nombrar, para terminar diciéndome, algo así como que lo mejor era que “no sabía a nada”. Supongo que como eslogan publicitario para incentivar las ventas era bastante deficiente pero me hice a la idea. 

Tenía ganas de visita y se notaba en el esfuerzo que estaba poniendo en todos los preparativos de la cena: los excesivos platos, la mezcolanza de licores que si o si teníamos que probar, las diferentes tartas que había comprado. Estaba encantado con tener con quién hablar (en Español y sobre Bogotá). Como a muchos la vida se le había complicado y llenado de compromisos, de situaciones inevitables y las siguientes dos horas parecían ser una cápsula, una bombona de oxigeno. 

La cena transcurrió con toda la calma que un matrimonio a punto de naufragar y tres niños pequeños dejaron. Cuando por fin el plato del tofu llego a la mesa, sus hijos y su mujer se sirvieron y él hizo lo mismo con nuestros platos. Me dijo que lo probara y tenía razón: aquella viscosidad gelatinosa cumplía a las mil maravillas todo lo que había escuchado de ella: la nada más insípida.

Cuando levante la mirada del plato, vi que él no había tocado el suyo. En un principio lo confundí con una cierta educación o ansiedad por conocer mi veredicto pero me equivocaba. Solo esperaba que lo estuviera mirando para echar un puñado de cilantro picado, un puñado gigantesco por dos veces, un cilantro que compraba en una tienda especifica lejos de casa (varias paradas de metro recuerdo). El plato paso a ser verde y el bocado desapareció en su boca. Sin esperar a masticar del todo, me dijo “un día, sin darte cuenta le estarás echando cilantro a todo”. Todo ese aguardiente, vino y cerveza están haciendo efecto en mi primo, pensé. “Ese día es el que te das cuenta que echas de menos Bogotá”.

Calculo que dos o tres años después de esa noche y por ende cuatro o cinco años después de irme de Colombia vi un libro en la biblioteca municipal. Tenía en la esquina superior el sello de algún premio y un apellido que podía llevar a engaño con uno de los más populares y vendedores de libros en España, Mendoza. 

No me lo podía creer: era la historia ficcionada de uno de los hechos que marco a todo una generación de bogotanos: la masacre de Pozetto. La entrada en la modernidad gringa de asesinatos en masa a manos de un exsoldado, un tipo que había estado en Vietnam. Uno de esos sucesos que trasciende en el tiempo, que varias generaciones recuerdan. Un hito violento que parecía inalcanzable y que desgraciadamente fue superado con amplitud en los siguientes años. Por supuesto que me lleve el libro.

Lo leí en una noche, su prosa y agilidad lo permitía con facilidad. Truculenta, desquiciada, absurda. Gris y sin respiro, no había final feliz. Consternada constatación de la brutal realidad bogotana. Volví a empezarla al día siguiente. Sentía un extraño placer al leer los recorridos de los personajes, las calles que yo conocía (calles que nunca conocí realmente, calles que extrañaba y reconocía ¿Cómo puede ser eso?), esquinas que alguna vez había visto desde una autobús, llegue incluso a recordar el restaurante que nunca pise. 

Me fui a dormir con un sabor extraño en la boca, un sabor penetrante, cítrico, como de cilantro picado.

*Satanás fue la primera obra que leí de Mario Mendoza y veinte años después recuerdo el impacto, algo casi proustiano, que su lectura me produjo: salía Bogotá. En esos años yo estaba entregado al catálogo de Anagrama y caminaba por facilidad por el Paris de Vila-Matas, el Nueva York de Auster y el México de Bolaño. Su lectura fue fundamental para reencontrar, si es que eso puede ser verdad, libros que fuesen míos. 

Satanás tiene una adaptación cinematográfica que se deja ver. Mendoza ha abandonado un poco la idea de la ciudad y se ha entregado con Frank Molina (cuatro novelas y una película) a la búsqueda de cierto misticismo cabalístico que no ha terminado de engancharme.

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